DELIRIUM TREMENS


Leí Big Sur, la novela de Jack Kerouac hace dos años. Una novela que claramente está dividida en dos etapas. La primera, en la costa de Big Sur, donde el autor se auto impone una soledad en la cabaña que le facilita el poeta y librero Lawrence Ferlinghetti. Nuestro camarada se marcha a ese lugar para retirarse de la bohemia y de una vida de locura sin fin. Entonces nos llenamos de imágenes de bosques, naturaleza y mar. Nos hacemos amigos de los árboles y de las ratas pacíficas que se comen la comida. Pero en la mitad de esta novela Kerouac manda todo a la cresta y se vuelve al goce, a la adrenalina, al eterno carrete, y se mete nuevamente “en el camino”, ya no tan nocturno como en Los Subterráneos, sino que más de día. Días sin fin.

Y vuelve entonces el delirium tremens, ese que se apodera de los momentos idos, de la escasez, del abandono. Ese estado parecido a lo que padezco en este momento que escribo un millón de hormigas que van apareciendo como dentro de un orificio en la tierra. Aparece toda esta fácil locura que nos viene a mostrar la imagen ladeada de la realidad. El Ying de la permanencia clara y simple de no pertenecer al descalabro, o el Yang de una película en el que el guión es lo que menos tienes claro a esa altura de la noche. La situación de delirium tremens no tiene nada de estilístico ni de admiración. Más bien es una gran pelusa idiota dentro de un vaso de cerveza. El surf de una ola llamada noche que se apodera de todos los hechos, enseñándonos a nadar con obligación. Nos miramos – más tarde- en un espejo que se desangra por un costado.

Y existe nuevamente esa intención de normalidad y paz, pero luego todo eso que hacemos diariamente se transforma en un absurdo, la intención total no posee validez alguna, una roca es lo mismo que yo. Entonces, mejor dejamos todo tirado (como el protagonista de El Palacio de la Luna de Paul Auster), y esperamos nada y no nos aferramos a nada y olvidamos que somos alguien que puede olvidar.

Por un tiempo creí tener mi propio Big Sur en San José de Maipo. Y escribí un libro allí que vendría siendo una escapatoria musical dentro de un paisaje fantasma de sanación. Ser forastero de la naturaleza sirve para poseer, por un tiempo breve, un oasis imperfecto. Y escribir un libro vendría siendo esa hoja marchita que nace a los pies de las ligutrinas. Este libro se llama Los Paraderos Iniciales, y está a punto de publicarse como tal. Tener esa nueva publicación quizás sirva para reír como La Gioconda, seguir el tránsito puro de la existencia real. Quizás sea un nuevo pasaje desconocido, un cité con vitrales a punto de extinguirse, un nuevo caminar en madrugadas piadosas.

Hoy no hay ningún Big Sur. A esta hora de la tarde, los deseos son niños perdidos en callejones; escasas esperanzas que entran por la ventana como campanitas sonoras. A esta hora, el hombre que escribe estas letras comienza a dormirse de a poco. Todo se va alejando súbitamente, - las amistades, los árboles, el amor - como un taxi que desaparece en la carretera.

Comentarios

Natalia Molina dijo…
Esta buena la ilustracion que acompaña el texto...
Por lo demas un par de delirios no le hacen mal a nadie

te saluda
N. Molina
Anónimo dijo…
HOLA, me encantó tu paseo fotográfico, tus textos y la simplicidad con la que aun ves la vida.

Actualiza pronto... te perdiste hace meses.
Anónimo dijo…
"En el camino"... por siempre,
me huele a gazolina, tierra, marihuana, "equivalentes" y a insolaciones del demonio.