UNA RUTA HISPÁNICA


Quod natura non dat, Salmantica non presta fue lo primero que leí acerca de la ciudad de Salamanca, al oeste de España, casi llegando a Portugal. Una ciudad apacible y pacífica, llena de catedrales y edificios medievales, con el río Tormes bordeándola.

Es la llegada de una visita ibérica conociendo la realidad de las bibliotecas hispánicas. Salamanca, ciudad universitaria, “arte y saber” es lo que encontramos como premisa iniciática. Estoy en la Plaza Mayor y un viejito con la insignia de la universidad me cuenta un poco de historia, un regalo hospitalario, recíproco. Las catedrales aparecen como gigantes en tropiezo, el río Tormes es una rotonda azul que recala en ciertos puentes, como el Romano. Esta noche toca Daniel Drexler en la facultad de Fonseca de la Universidad de Salamanca y tengo invitación. El músico uruguayo logra un espectáculo efectivo y es cómplice con el público. Buena música la del loco. Toca un tema llamado Peñalolén.

Y es así como voy transitando por la Biblioteca Torrente Ballester, la Biblioteca Pública en la Casa de las Conchas, y las bibliotecas de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, el proyecto macro de fomento lector más importante de España, anfitriones de mi pasantía.

A la vez, en Madrid se traspasan las barreras del animal político. Las personas son entes sonoros y móviles, posesos por naturaleza, como un tren que cambia de color y descarrila. Atrás quedan los edificios Schweppes, Fnac, Corte Inglés y los grandes monumentos. Atrás quedan las cervezas en Malasaña y Lavapies. Ahora en el Museo del Prado y en la Biblioteca Nacional, el frío avisa que llega el otoño, arrastrando afiches de Misia.

De pronto estoy en la Biblioteca de Catalunya, en Barcelona, y aparece otra muchedumbre en La Rambla, tan dibujable (si yo fuera un dibujante), tan destinada al Mediterráneo. El Barrio Gótico se angosta al pasar, y las bicicletas se estacionan afuera del Museo de Cera. Me voy yendo por el Parc de la Ciutadella en dirección a la Sagrada Familia. Cada vez estoy más cerca de lo desconocido.

Y luego de viajes y viajes en bus vuelvo a Salamanca, mi lugar de acopio, de venas y pertenencia. Me reconozco en la oscuridad de la Cueva de Salamanca y el Huerto de Calixto y Melibea. El Lazarillo de Tormes me saluda, desde la orilla del río. Me ubico en las esquinas medievales como un sueño imposible, una rareza desde los árboles. En la librería Víctor Jara, compro un libro de Leopoldo María Panero. Los paseos son imprescindibles, como decir: ¡hasta luego!

Ahora comienza el viaje de regreso a Chile, y todas las historias ibéricas se confunden y expanden como una ameba. La vuelta a Santiago de Chile y la vorágine propia. Escribo este paseo desde un último café, el último desayuno. La cosa se viene complicada, pienso a lo lejos: Ningún viento nos dirá buenas cosas que nos emocionen. Habrá que saber comprender las espaldas del azar. Y si vuelven las muchedumbres seré concreto invisible. A esta altura del tramo, sólo existe una certeza: lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo presta.

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