DEJA QUE LOS PERROS LADREN

Hace unos días me dejé caer en la Antología de Obras Teatrales del dramaturgo chileno Sergio Vodanovic (RIL Editores, 2003). Palabras como preocupación ética, teatro realista, elemento social conllevan el prólogo que antecede a esta selección de obras. Adentrándome en ella, me interno en un título que me resulta familiar: Deja que los perros ladren.

Leyendo esta obra (estrenada el año 1959), no puedo dejar de pensar en lo actual del trasfondo de ella, sobretodo en lo que respecta a la crisis ética y moral de nuestras sociedades. Y no hablo desde una perspectiva conservadora ni mucho menos. Hablo de la coherencia con uno mismo, con los ideales y utopías que como personas nos vamos trazando a medida que pasan los años. El amor, la solidaridad, la comunicación, la justicia y la convivencia en sociedad son instancias igualmente transformadas en espejismos como lo podemos ver en nuestras calles citadinas, lugares de trabajo, periódicos. La obra transcurre en el Santiago de 1959, pero no se distancia de nuestra capital en este siglo XXI.

En Deja que los perros ladren el joven estudiante de derecho, Octavio, vive con sus padres, sin muchos sobresaltos. Podríamos decir que se trata de una familia de clase media “pujante”, término que actualmente conlleva una actitud de anhelos consumistas y materialistas con una premisa de vida pulcra y acomodada. Una vida en la cual no se piensa sin mucho esfuerzo letal, sólo se surge por antonomasia.

El protagonista de la obra es el padre de Octavio, Esteban, un respetable funcionario de gobierno (abogado) cuyo entorno entra en crisis cuando su jefe y antiguo compañero de universidad (actualmente ministro) le pide que cierre un diario de oposición. En su calidad de director de Salubridad Social, Esteban es conminado a producir un informe falso acerca de las condiciones higiénicas de los talleres de este periódico, tarea que finalmente acepta ante la amenaza de perder su trabajo. Esteban sufre por esto. Es más, es una decisión que lo atormenta.

A partir de este momento, palabras como “corrupción” se nos vienen fácilmente a la mente. Pero no es sólo eso. Esteban no desea realizar esta misión, y no necesita ni cree en los favores concedidos ni en los premios posteriores. Está tranquilo en su casa y lo vienen a molestar. Pero claro, resulta tan tajante su decisión de no tranzar su ética, que se vuelve un personaje peligroso para la sociedad y el gobierno, alguien al que hay que enseñarle como se hacen las cosas. Una persona tonta, que no sabe aprovechar las oportunidades. Y claro, se angustia, bebe, se desahoga contándole todo “a medias” a su mujer, pero claro, ella intuye y termina por saber todo.

Entonces comienza la disyuntiva de “qué es el bien y el mal”, si es hacer lo que conviene hacer o lo que creemos que es lo mejor. Si es dejarnos arrastrar por el “dale, si nadie se va a dar cuenta” o por la idiota actitud enjuiciada del “llevado a sus ideas”. En este caso, ideas claras de estabilidad emocional. Porque diariamente estamos inmersos en estas situaciones en donde conviene o no conviene tranzar nuestros valores, e incluso, ideales. Y casi siempre todo esto está ligado al dinero, al poder, las ansias de ser “alguien”, de obtener más. A estas alturas, pienso, no hay que demostrarle nada a nadie. Es a nuestros adentros donde va la cosa, la búsqueda prístina de sanación.

En el segundo acto de la obra, dos años después, Esteban ha mejorado considerablemente su estatus económico y está a punto de unirse al Ministro en un negocio truculento. Y su hijo Octavio, seducido por el poder del dinero y decepcionado con la debilidad de la ley (que cercanas aparecen estas premisas), ha abandonado sus estudios de derecho para convertirse en secretario del Ministro. Esto último convence a Esteban de volver a sus principios de siempre y denunciar a su jefe. Octavio, a trastadillas, se une a esta causa, ya que siempre estuvo buscando algo por qué batallar (¿Ves, mamá? ¿Y yo que estaba pidiendo una causa por la que luchar?). Y es ahora en donde todo se viene encima, ya que la fuerza de la ley recaerá en Esteban que ha sido denunciado por el ministro. Esta justicia que castigará los delitos de Esteban, un mal hombre para la sociedad. ¿Un mal hombre para la sociedad?

Al final de la obra, Esteban convence a su hijo de que no conteste el teléfono (a la familia le aqueja un sinnúmero de llamadas telefónicas hostiles, que acusan a nuestro protagonista como un corrupto). Claro, todo se ha dado vuelta, y nosotros, lectores o público de la obra en escena, nos damos cuenta de que todo esto es tan familiar, tan cercano, tan injusto, que nos irrita. Pero a la vez nos avergüenza, nos da cosquillas, nos hace sudar. Y es allí donde radica la fuerza de la dramaturgia de Sergio Vodanovic, en ese tratamiento social de la utopías perdidas, de las tradiciones tranzadas, de las ansias eternas de poder, de la tambaleante ética personal que a veces son evaluadas como simples ideas llevadas por el viento. No, no todo es tan fácil, y esta obra nos deja ese cuestionamiento. No nos vamos felices por el parque recordando sonrisas cómicas o parlamentos fútiles. Hay algo que nos dice que en nuestra cama pensaremos en nuestro diario entorno como algo importante, pero sin duda, pensaremos en algo que debemos recordar: la dignidad y los principios en esta ladeada sociedad enferma.

Finalmente, ante las llamadas burlescas, incisivas y violentas, Esteban le dice a su hijo: No Octavio, déjalos. Es necesario que nos ladren los perros. Eso nos estimulará. ¡Que ladren! ¡Que sigan ladrando! Es señal de que avanzamos. (Esteban, con Carmen y Octavio a ambos lados, miran el teléfono, que sigue sonando, con expresión de angustiado júbilo.)

Sergio Vodanovic (1926-2001) nos ilumina los sueños perdidos con la fuerza y energía del espejo diario. No hay novedad en la fuerza de la ambición. Pero en el teatro, esta flecha en el hombro, nos entrega un nuevo ímpetu para vivir.
Publicada en: www.escaner.cl

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