EL INCENDIO DE VALPARAÍSO

Un día antes del incendio

Día del incendio

Estoy en Valparaíso y ocurre un incendio. Un incendio grande, imponente, “horripilante” (ocupando un adjetivo que suele utilizar el diario La Estrella). Pero previo a ello, las postales porteñas sólo decían: como si la vida fuera a durar para siempre. Luego del incendio y de las conversaciones en las escaleras, volvería el diario vivir.

Pero no es posible -pienso- aceptar este tipo de calamidades. Uno sabe que pasará, que luego se olvidará, que las personas no serán recordadas y una nueva ratonera de concreto permanecerá inerte, o luego será aprovechada por algún “emporio” Santa Líder. Todo esto en pleno casco histórico, nombrado patrimonio de la humanidad.

Debe existir un plan de emergencia, como los países orientales con los terremotos. Una ciudad fatal, incendiada por años como Valparaíso, debiera tener un plan de urgencia, un extintor en cada casa. Pero claro, algunas personas apenas tienen para comer y van a tener extintor, me dice el caballero propietario de la residencial. Y es que es verdad, aquí en el puerto se ven polaridades, pero no tanto como en Santiago. Es decir: las personas en el puerto son pobres, o no tan pobres. Y los que tienen plata, invitan. El socio pescador de Donde Pancho lo dice con sus historias de barrios bravos.

Entonces, mientras subo por el ascensor El Peral (no voy a subir por el ascensor Turri que subió su valor a $500) veo el humo de los edificios, post-incendio y pienso o debo pensar en esto como una negligencia, un incendio injusto como sólo saben ser injustos los incendios. Ahora, desde los balcones, a un costado de la Plaza Echaurren, una gran mancha negra se posa en el plan.

Pero esta mancha hay que lavarla. Lavarla con las personas del puerto, que saben ser vecinos, amigos, compadres, caseras, compinches. En donde las cosas son como son, no se ocultan en eufemismos siúticos o labia doble standard. Y quizás es ese “no ocultar las cosas” lo que hace de Valparaíso una ciudad única y auténtica, en donde los habitantes saben querer lo suyo. De ahí la tristeza de este incendio.

Y es así como la nostalgia a veces vuelve, mientras permanezco en el Café Riquet, el mejor café de Chile (porque es el mejor, no tiene que parecerlo), imaginando la antigua estancia del escritor porteño Carlos León, que bien sabía ocupar este espacio como inspiración retratista hacia las personas comunes y corrientes de esta ciudad. En este café, el silencio es amistad, la leve música que arranca de una radio, (¿será un tango, un bolero?), la luz tenue entrando por las ventanas.

De este modo la vida sigue en el puerto. Otro incendio más, que se suma a tantas otras catástrofes que han sucedido y que tarde o temprano son fechas recordatorias de un pasado sin olvidar. Hay que levantarse, de todos modos.

Entonces me pregunto por qué los perros y los gatos acá conviven tan bien. Por qué siempre encuentro este libro en las cunetas porteñas: Aunque tal vez no haya cuchillos, de Pablo Azocar. A estas alturas, una caña de vino sería la mejor noticia. Porque todo lo demás, verdaderamente, no lo sé. No lo sé.

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